Permítasenos una pregunta en medio de este universo del pluralismo. ¿No es un poco sospechosa en sí misma esta convergencia casi unánime de izquierda y derecha, de cristianos y ateos, de feministas de ayer y machistas de toda la vida en torno a esta cuestión de las chicas musulmanas que aparecen con el velo en nuestras escuelas? La ideología democrática, ésta que ha entronizado lo público como el reino de ciertos poderes privados, ¿se ha convertido ahora en religión verdadera ?
Al condenar el pañuelo descubrimos nuevas supersticiones, propias de una religión que no admite ningún signo de espiritualidad. Desconociendo en profundidad los motivos culturales para cubrirse la cabeza, el velo es interpretado a toda prisa como una manifestación de la sumisión de la mujer frente al hombre. Nos arrogamos una interpretación casera de una prenda que, en principio, no debería molestar a nadie, sobre todo porque la mayoría no conocemos de su significado más que habladurías refritas en tertulias y artículos de opinión sobe el tema.
La campaña de intolerancia que se extiende por nuestro país nos hace dudar de que la condena del uso del velo esté cargada con alguna razón. Sinceramente, detrás de todo el debate que se ha generado a propósito de la expulsión de una niña musulmana –y conocemos casos anteriores que no se airearon- sólo encontramos, y no hay una palabra más precisa, superstición. Escuchamos falsos razonamientos dominados por el miedo a la pobreza, a la resistencia de una cultura que lucha por mantener su identidad al margen de la ideología occidental.
Este arrebato de xenofobia no lo habíamos conocido en España ni siquiera en los momentos de libertad más restringida en la época de Franco. ¿Se ve realmente nuestra democracia amenazada por una prenda que han llevado nuestras madres hasta hace bien poco?
La ideología desde la que se condena el uso del “velo” está emparentada con una Ilustración algo tendenciosa. No estaría mal, a estas alturas del despropósito, recordar el sensus communis que para Kant era “lo menos que se puede esperar siempre del que pretende el nombre de hombre”. Su primera máxima le obligaba a pensar por sí mismo, libre de prejuicios, desde una razón autónoma. Por la segunda máxima, especialmente indicada en este caso, tendríamos que pensar siempre en lugar de cualquier otro, pensando en los demás como fines en sí mismos, sin utilizarlos como medio para nuestros fines. ¿Se está cumpliendo en ese triste caso?
Nos preguntamos si entre la mayoría de los “racionalistas” a ultranza que se han pronunciado sobre el tema (profesores, políticos, periodistas) hay alguien que no se haya dejado llevar en estos días por la corriente de opinión, conformada por el griterío de los medios. Difícilmente encontraremos, entre los que se han opuesto a la entrada de la muchacha del velo en las aulas, a alguien que haya tenido el valor de ponerse en la situación de una joven que se encuentra a dos meses de alcanzar el título de la ESO.
Queremos ser europeos, parecernos a los belgas, a los franceses, a los suizos. Si ellos lo hacen nosotros también debemos hacerlo. Pero Europa no es necesariamente una garantía: ha apoyado en otras ocasiones iniciativas más que dudosas. Además, aunque parezca increíble, Francia no es el único modelo, ni Bélgica, ni Suiza. Existen otras naciones europeas: sin ir más lejos, Inglaterra. Y además, no hace mucho nos quejábamos de la manera que se trataba a los españoles en Francia, a los hispanos en Estados Unidos.
Claro, el caso de España es un poco más delicado que el del resto de Europa, pues ellos están al lado. Pero toda Europa está aquí, al lado y encima de ellos. Y Marruecos y Turquía están, conservando su diferencia, prácticamente asociados a una UE que presume de multicultural. Por favor, no sigamos el ejemplo de la distancia fría y la xenofobia suiza. Se empieza prohibiendo los minaretes y se acaba podando todo lo que sobra de una media aritmética que, además, nadie sabe cómo y por quién ha sido establecida.
Les invitamos, o les dejamos, que vengan a trabajar. Pero han de dejar en la puerta sus pertenencias, como en prisión: ¿no dice esto algo de las condiciones reales en que trabajan? Sufrimos con el sufrimiento de esas chicas y de sus padres. Como laicos, no nos parece muy tolerante. Como cristianos, no nos parece muy caritativo. Si lo prefieren, en cualquier caso, como demócratas no nos parece solidario, respetuoso con la diferencia de otro.
¿Las normas? Las normas no son eternas; se aplican o no, laxa o taxativamente. Se cambian o no; se permiten casos particulares, circunstancias atenuantes… Ahora mismo se está pidiendo, en función de sus virtudes probadas, que se pase de puntillas sobre tal o cual caso.
¿Temor al contagio, al libertinaje, al pañuelo y las gorras para todos y todas? No, nuestra cultura juvenil es la de la transparencia y la desnudez, no la de la opacidad. Además, no hemos visto ni un solo chico –y tenemos de todo- que pretenda equiparar su marca de ropa, o la gorrita que le gustaría lucir a todas horas, a la prenda de una chica que pertenece a otra cultura, a otra religión.
Queda en el aire la sospecha del sometimiento de la mujer islámica y la voluntad real de las chicas. Pero en los casos que tenemos en mente fue precisamente la voluntad de las chicas la que ha sido lesionada, humillada. ¿Nuestro pluralismo no puede imaginar que no piensen como nosotros, que no quieran lo que queremos nosotros? Y si sospechamos que su voluntad está secuestrada, abducida por la presión de su cultura “machista”, ¿qué decir de nuestras hijas, de nuestros jóvenes en general? ¿Acaso no están presionados, acaso son completamente “libres” para elegir cualquier cosa que tenga que ver con el aspecto exterior o con las ideas? ¿No hay una presión constante, mercantil y cultural para que nuestros jóvenes estén al día, sigan la moda y lo que se lleva?
¿No practicamos también nosotros una presión comunitaria hacia la transparencia, hacia la desnudez obligatoria? Hay que expresarse, manifestarse, participar, conectarse, salir de todos los armarios, tener éxito social, ser “populares”, etc., etc. Nada de vello ni de velos, nada de opacidad, nada de barbas, nada de secretos: ¿no es también un poco dogmática nuestra cultura, invertida en relación a la que decimos que es obligatoria entre ellos? Todo al descubierto, hasta las ideas: y a veces los profesores dudamos que quede alguna, después de tanta publicidad obligada.
Para terminar, dos preguntas más. Si fuéramos un poco más permisivos, un poco más honestos con nuestro secreto, con el inevitable misterio de cada persona, ¿no seríamos un poco menos alarmistas con el secreto –con o sin velo- del otro, con las costumbres opacas de los otros?
Si fuéramos un poco más felices, queremos decir, si estuviéramos menos frustrados y viviéramos un poco más seguros con nuestras vidas , ¿no tendríamos menos necesidad de absolutizar nuestras instituciones, de sacralizar unas creencias políticas –la democracia, la separación de poderes, los derechos individuales- perfectamente respetables en sus límites, pero un poco peligrosas cuando se convierten en idea fija de una regla universal?
Paco Carreño, Ignacio Castro, Chus Martín y Elena Garrido son profesores de Enseñanza Secundaria.
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