A menudo nos llegan informaciones de este tipo que podemos pensar que pertenecen más bien al campo de la ciencia ficción. Pero ¿y si el laboratorio del que tratamos, Baxter, ya se hubiera visto implicado en el pasado en hechos cuando menos similares? Muchos de ustedes han leído mi primer libro, Traficantes de salud: Cómo nos venden medicamentos peligrosos y juegan con la enfermedad. Recordarán que en el primer capítulo de todos trato el caso de las personas muertas en España tras el contagio de su sangre con los virus de la hepatitis C y de sida (al menos unas 1.600). Estos sucesos se desarrollaron en los años ochenta y se prolongaron durante los noventa e incluso ya entrados en la década de 2000 había personas que fallecían por los problemas que les habían causado lustros antes. Había varios laboratorios implicados y uno de ellos era Baxter que había comercializado su hemoderivado Hemofil contaminado. Como me contaría Josefa Lorenzo, uno de los pocos padres que se atrevieron a denunciar a los laboratorios y a la administración tras la muerte de sus hijos:
“Los laboratorios no tomaron las medidas oportunas para evitar la exclusión como donantes de personas que podían transmitir la nueva enfermedad y no se avisó a los hemofílicos del riesgo que suponía la administración de dichos preparados. Todo esto a pesar de que en los años ochenta los científicos conocieron el riesgo que suponía administrar derivados sanguíneos a los hemofílicos”.Pero hubo más. Nuestro país no fue el único donde ocurrieron estos hechos. En Francia el escándalo fue mayúsculo. Se contagiaron unas 4.400 personas y varios ministros del gobierno galo fueron juzgados y el de Sanidad hallado culpable. En Canadá, entre los años 1986 y 1990, alrededor de 6.500 personas resultaron infectadas con Hepatitis C a través de transfusiones de sangre y derivados sanguíneos. Al menos 1.000 hemofílicos que padecieron sida y Hepatitis C y B en este país recibieron tratamiento con productos tóxicos procedentes de prisiones de EE.UU. Hasta 1983 las compañías farmacéuticas acudieron a estos centros penitenciarios para “recaudar” la sangre “donada” por los condenados de aquel país. Canadá dejó de utilizar este método en 1971 porque la mayoría de los presidiarios estaban infectados con Hepatitis. Pese a haber tardado doce años en adoptar la misma medida que su vecino del norte a los reclusos estadounidenses continuaron extrayéndoles sangre para satisfacer a la clientela farmacéutica. Michael Galster, que trabajó en el grupo de médicos del sistema penitenciario de Arkansas durante la época en la que ocurrieron los hechos, escribió un libro denunciando estos hechos vividos en su práctica cotidiana.
La sangre recogida de personas enfermas en las prisiones fue importada, entre otros países, por España. No cabe duda que en nuestro país entró plasma sanguíneo con muchas posibilidades, por mostrarme prudente, de estar contaminado con la Hepatitis B. Así lo advirtieron las autoridades canadienses a las españolas. Con todo lujo de detalles añadían los lotes concretos que habían llegado a la Península, como documento en el libro. El laboratorio implicado en este caso, el que importó el plasma de otra empresa fue Landerlan, ya desaparecido como tal.
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